Los amigos lo alentaban. Oye Cantin, vuelve a intentarlo.
Volvió a prender el encendedor y tocó la rama con la llama azul, y esta vez el fuego fue como una explosión. La rama era parte de un extenso arco construido con trozos de abeto, una decoración navideña que adornaba el interior de la entrada de Opemiska Club, un salón de uso común en el pequeño pueblo de Chapais, Quebec. Eran apenas pasadas la una de la mañana, había recién comenzado el 1980, y alrededor de 120 personas estaban aún festejando en el salón. Algunos estaban bailando, mientras que otros tomaban su última cerveza antes de salir a enfrentarse a las temperaturas bajo cero para regresar a sus hogares.
Alarmado por el repentino desarrollo del fuego, Cantin lo contempló por un momento en total asombro, luego arrojó el resto de su cerveza a las llamas. Otros hicieron lo mismo, con pocos resultados. El incendio se aceleró y cubrió el arco de 10 pies de altura, que enmarcaba la entrada. Algunas personas tomaron los extintores de incendio y dispararon hacia el arco, pero no hubo diferencia. Adentro del salón, quienes estaban en la fiesta seguían bailando.
La edición de septiembre de 1980 del Fire Journal, precursora de esta revista, publicó una concisa descripción de tres páginas sobre lo que había ocurrido después. Las ramas de abeto habían estado allí durante tres semanas y estaban muy secas; se incendiaron de forma violenta, encendiendo las tejas combustibles del cielorraso. El fuego comenzó a propagarse con rapidez por el cielorraso, y pedazos de tejas en llamas cayeron sobre los ocupantes mientras un espeso humo descendía hacia el nivel del piso. Todos los que no habían salido por la puerta del frente durante el primer momento se dirigieron hacia la parte trasera del salón, donde se ubicaban dos salidas de emergencia sobre los muros de los laterales este y oeste.
Alrededor de 60 personas salieron por la salida oeste. Se estima que 42 intentaron salir por la puerta este, pero la mayoría no pudo; había un ventilador de extracción sobre la puerta en funcionamiento, que lanzaba productos de combustión hacia allí y creaba condiciones insostenibles justo afuera de la puerta. El humo y el fuego invadieron la sala, y la gente que se encontraba cerca de la puerta este comenzó a desmayarse. Pronto llegaron los bomberos voluntarios locales, pero el fuego ya estaba tan avanzado que solo pudieron montar un ataque exterior. En minutos, Opemiska Club había quedado totalmente consumido, con la excepción de unos pocos miembros estructurales en el frente del edificio. Se dio muerte a cuarenta y un personas en escena – muchos en las cercanías de la salida de emergencia de la puerta este – y en los días posteriores otros siete habrían fallecido a causa de sus lesiones en el hospital de la ciudad de Quebec. Decenas sufrieron lesiones. Entre ellos quien salió con vida del incidente fue Florent Cantin.
Chapais era una comunidad minera aislada de alrededor de 3,500 habitantes, casi a 450 millas al norte de Montreal, y el incendio tuvo un impacto muy profundo. Todos en el pueblo tenían conexión directa con alguno que había fallecido. Algunas familias habían perdido a muchos de sus miembros. Mientras las personas intentaban registrar su propia conmoción y dolor sobre el evento, se preguntaban cómo saldría adelante la comunidad. ¿Cómo cambiaría Chapais? ¿Volvería Chapais a ser Chapais alguna vez?
Un nuevo libro explora las respuestas a esas preguntas, así como los factores inesperados que le dieron forma a Chapais después del incendio. En “Las verdaderas caras de la tragedia de Chapais” (lea aquí un extracto), cuya publicación se programó para marzo, la autora Thérèse Villeneuve detalló metódicamente las respuestas individuales al incendio al mismo tiempo que creó un panorama más amplio de una comunidad no solo impactada por las pérdidas, sino también profundamente deformada por ellas. Ligada al cuadragésimo aniversario del incendio, Las verdaderas caras de la tragedia de Chapais es una mirada a largo plazo al impacto de un trauma que afectó a toda una comunidad, y sobre el conjunto particular de condiciones sociales y económicas en Chapais que impidió la sanación individual y transformaron a la mera mención del evento en un tabú colectivo.
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Fotos de JFD EDITIONS |
A principios de la década del 40, el doctor Erich Lindemann era jefe de un departamento de pacientes psiquiátricos externos en el hospital Massachusetts General Hospital, o MGH, en Boston. Durante una extremadamente fría noche del mes de noviembre de 1942, un incendio en uno de los más populares clubes nocturnos, Cocoanut Grove, dio muerte a 492 personas, casi la mitad de la cantidad de gente que se había apiñado para ingresar al abarrotado club para pasar una noche de cena y baile. El personal de emergencia trasladó de urgencia a más de 100 pacientes al cercano MGH. Muchos presentaban heridas graves y tuvieron que enfrentar extensas y agonizantes recuperaciones en la sala para quemados del hospital. Muchos habían perdido a sus amigos o seres queridos y se sentían aturdidos por un devastador dolor.
Lindemann estaba sorprendido por las respuestas de los pacientes al dolor, el modo en que sus heridas emocionales podían ser tan debilitantes como los traumas físicos, y comenzó a considerar algún modo en que los médicos pudieran ayudar. Lindemann reconoció que el mundo posterior a la recuperación sería un lugar diferente para los sobrevivientes, y que necesitarían encontrar nuevos y gratificante patrones sociales que les permitieran existir en ese mundo. Esto significaba, en parte, soltar sus vínculos con los muertos. El trabajo del psiquiatra no era señalar el camino, razonó Lindemann, sino compartir este complicado trabajo con el paciente.
Asimismo reconoció que podía existir un sentimiento de luto en toda la comunidad, y que los sobrevivientes necesitaban que sus comunidades se recuperen. Como resultado, la gente necesitaba recibir un tratamiento en sus comunidades. Este enfoque orientado hacia el exterior formó la fundación de lo que sería conocido como el movimiento de salud mental de la comunidad, y en 1948 Lindemann fundó el primer centro nacional de salud mental de la comunidad.
El mundo de la seguridad humana y contra incendios que durante gran parte de su historia había estado concentrado casi exclusivamente en los detalles cuantitativos de la protección de los edificios – el diseño de un sistema de rociadores, o la colocación de dispositivos de alarma y detección – ha adoptado asimismo un enfoque hacia las amenazas y riesgos de toda la comunidad. Los factores cualitativos como la conducta humana están implícitos en los códigos y normas, pero no resulta común encontrar referencias evidentes. Se realizaron estudios conductuales sobre importantes incendios ocurridos desde la década del 50, pero fue el análisis conductual de eventos posteriores – el incendio de 1977 del Beverly Hills Supper Club en Kentucky, el incendio de 1980 del MGM Grand Hotel en Las Vegas, y los ataques de 1993 y 2001 al World Trade Center entre ellos – lo que marcó el inicio de la era moderna, en la que los códigos de construcción y seguridad están informados por una compresión más precisa sobre el modo en que la gente reacciona en emergencias.
Más recientemente, a medida que las amenazas a la comunidad como el terrorismo y los desastres naturales tienen cada vez más relevancia, los elaboradores de normas han reconocido la necesidad de contar con un enfoque más expansivo hacia el manejo de emergencias y riesgos de la comunidad. En NFPA, por ejemplo, esta visión holística ha llevado a la creación de documentos como NFPA 3000™ (PS), Norma para el Programa de Respuesta a Tiradores Activos/ Eventos Hostiles (ASHER), y NFPA 1300, Norma sobre la Evaluación del Riesgo Comunitario y Elaboración de un Plan de Reducción de Riesgo Comunitario. Estos documentos, entre otros, reconocen que, si bien no podemos evitar que ocurran cosas malas, nuestras comunidades pueden al menos estar mejor preparadas para responder y recuperarse cuando éstas suceden.
Sería difícil encontrar una comunidad más unida que Chapais en 1980, pero eso no significa que estaba preparada para manejar una alteración de la escala del incendio del Opemiska Club. El pueblo había sido recién fundado en 1955, con la intención de crear una comunidad permanente alrededor de la mina de Opemiska, una extensa mina de cobre y oro de propiedad de Falconbridge Copper Ltd. La mina era el motor económico de Chapais y su mayor fuente de empleo; existían múltiples empleos, el dinero era bueno, y Chapais, el pueblo creado de cero por los residentes, estaba floreciendo. Un fuerte sentimiento de autosuficiencia corría por las venas de los habitantes de Chapais, una característica de la obstinada cultura minera. ¿Tienes un problema? Resuélvelo. Dale pelea o cierra la boca.
La comunidad aunó esfuerzos durante las inmediatas secuelas del incendio. Los amigos y vecinos se asistían unos a otros, y se podía sentir un fuerte sentimiento de misión compartida. Los voluntarios sirvieron comidas en la escuela secundaria, alimentando a 1200 personas cada noche. El alcalde, Gerard Pellerin, había sufrido quemaduras durante el incendio, y delegó una serie de responsabilidades para asegurarse de que las cosas sigan adelante mientras él se recuperaba. El 6 de enero, 2,200 personas, incluyendo a Rene Levesque, el jefe de gobierno de Quebec, asistieron a un masivo funeral en el estadio de la ciudad y ofrecieron una efusión de apoyo a las decenas de víctimas y a sus familiares.
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ARRIBA: GETTY IMAGES. PHOTOGRAPHS ABAJO, THE CANADIAN PRESS/BILL GRIMSHAW |
Pero la buena voluntad duró poco, y la enorme presión sobre la comunidad se volvió pronto evidente. Se abrió una grieta sobre el hecho de quién era en realidad responsable del incendio. Falconbridge era el propietario del salón, que había sido recientemente sometido a remodelaciones que incluyeron la colocación de 10 extensos ventanales – ventanales que podrían haberse roto durante el incendio, permitiendo la ventilación del humo y las llamas y brindándoles a los ocupantes unos preciados segundos adicionales para poder escapar. También contenía acabados interiores combustibles, y el ventilador de extracción sobre la salida de emergencia estaba mal ubicado. Pero la mina insistió en que la culpa había sido de Cantin y de los organizadores del evento, el Lions Club local, a pesar de que muchos de los miembros del Lion Club eran también ejecutivos de la mina.
Cantin demostró ser una figura polarizante. Tenía 21 años de edad y estaba desempleado al momento del incendio, y había pasado la noche de Año Nuevo bebiendo cerveza y fumando hachís. Había gente en el pueblo que no habría dudado en pedir que lo maten. Otros, no obstante, eran más empáticos. No tenía la intención de provocar este daño, decían; fue un chiste, una broma. Las ramas de abeto habían estado allí por mucho tiempo y estaban demasiado secas. El edificio era una trampa de incendio. Él es uno de nosotros. Podría haber sido mi propio hijo el que prendiera ese encendedor.
En un torpe intento por aliviar esas divisiones y recuperar el sentido de la normalidad, los funcionarios del pueblo, incluso los delegados del Alcalde Pellerin, dieron sus propias peculiares versiones sobre lo ocurrido: el pueblo había respondido bien a la calamidad, todos estaban bien, nadie necesitaba ayuda. Fue una ficción que también sirvió como una pauta de hecho para seguir adelante con la vida después del incendio en Chapais. El incendio ocurrió, fue duro, seguimos adelante. El enfoque representaba la misma impronta de Chapais, y los jefes de las instituciones del pueblo seguían la misma línea. No se dio lugar a considerar la noción de Lindemann de un dolor a escala comunitaria y el trabajo pesado necesario para combatir los corrosivos efectos del trauma no fue reconocido ni abordado.
Una a una, las instituciones de Chapais les fallaron a sus ciudadanos. Y lo que resultó grave, las medidas de emergencia brindadas por recursos de atención sanitaria local no incluyeron el trabajo social; el apoyo psicosocial era nuevo para algunas regiones periféricas de la provincia, y algunos funcionarios del pueblo lo observaron con total sospecha. (Incluso los trabajadores médicos, así como los voluntarios que recuperaron y manejaron los restos incinerados de las víctimas, no recibieron un apoyo psicológico adicional). Se evitaron las reuniones informativas para estudiantes en escuelas locales con el fin de mantener a los alumnos ocupados; no se brindó apoyo adicional a las maestras, pero se instó a aumentar la frecuencia de los simulacros de incendio, que a veces incluyeron humo falso y resultaron ser especialmente traumáticos para algunos participantes. Las iglesias minimizaron el impacto del evento predicando por el rechazo de la ira y el odio; grandes pancartas en el masivo funeral defendieron los ideales de fortaleza y resignación.
Pero lo que muchos de los habitantes de Chapais más deseaban durante los meses posteriores al incendio era simplemente conversar con alguien sobre lo ocurrido, reconocer el horror, ofrecer consuelo y ser consolados. Pero para hacerlo, al menos afuera de cada hogar, se ponía en riesgo molestar a un tenso nuevo orden social que había sido impuesto sobre los ciudadanos. Mejor no hablar sobre el tema. Nadie quiere oír sobre ello. Sigamos adelante. Falconbridge tuvo un papel crítico en el respaldo de este nuevo orden, y muy pocos se atrevieron a poner sus trabajos en riesgo por enemistarse con los gerentes de la mina. Omerta, el código del silencio, se convirtió en una regla. Las actas de las reuniones de consejo municipal durante las secuelas inmediatas del incendio no mencionaron el evento.
A la larga, el incendio ni siquiera fue debatido en las escuelas locales. En algún momento, un periódico en la provincia observó que “en Chapais, el término ‘incendio’ fue eliminado del vocabulario” – un distante eco de la Edad Media, en la que estaba prohibido mencionar la palabra “plaga”.
Para 1990, la prohibición se había relajado lo suficiente como para que el pueblo pudiera erguir un memorial en el lugar de Opemiska Club. El terreno había estado vacío durante una década, según Villeneuve, y aún contenía parte de los escombros carbonizados del incendio. Incluso entonces, algunos ciudadanos se opusieron al proyecto, por temor a que el memorial se convirtiera en una atracción turística.
La resistencia fue una señal de que, al menos para algunos, era lo mejor dejar enterrado el trauma. Villeneuve escribe sobre una residente de Chapais que entrevistó que describió su respuesta emocional al incendio como un tipo de secreto, vinculándola con una fábula sensacionalista sobre una mujer que por décadas había llevado dentro de ella un feto fosilizado- “Existía un tipo de jaula, como un depósito de caliza” que encerraba los restos, dijo la entrevistada. De esa manera, agregó, “Yo fosilicé mi memoria”.
Dando testimonio
En 1980, Therese Villeneuve era una trabajadora social en un hospital en Montreal, que trabajaba con víctimas de quemaduras que estaban siendo sometidas a cirugía plástica reconstructiva. Ella sabía de la tragedia que había azotado a Chapais, al igual que muchos de los habitantes de Quebec, pero no fue hasta 1990 que estudió los efectos de las quemaduras severas para una maestría en trabajo social, que comenzó a pensar más en Chapais. Su idea original para el proyecto doctoral era utilizar a Chapais para estudiar a una gran cantidad de gente que había sufrido quemaduras severas en el mismo incidente. Ese plan no funcionó, pero el proceso terminó llevándola hacia otra dirección, un proyecto incluso más ambicioso: una encuesta a gran escala sobre el impacto psicológico del incendio en Chapais. Comenzó a trabajar en el proyecto en 1999, como parte de un programa doctoral conjunto entre la universidad McGill University y la Universidad de Montreal, y comenzó su investigación en campo en Chapais en el 2002.
Se enfrentó a cierta reticencia en un principio. En todos esos años, muchos habitantes del pueblo habían sido molestados por forasteros, especialmente periodistas que llegaban a Chapais en busca de una historia, y por ello sospechaban de sus intenciones. Pero Villeneuve no era simplemente otra forastera. Ella había crecido en la región de Lac St. Jean, lugar de donde habían provenido muchos de los habitantes de Chapais. Su hermano había trabajado en Chapais, y su hermana también estaba conectada con el pueblo. Villeneuve conocía a estas personas, y sabía cómo hablarles. Fue paciente, y supo escuchar. Y no era periodista.
Algunas pocas personas conversaron con ella, y luego muchos desearon hacerlo – el efecto fue como el de una represa que estalla. “Es como si de pronto se hubieran liberado”, dijo. “Mucha gente guardaba secretos sobre los que no había podido hablar nunca antes”. Se pasaban su número de teléfono entre amigos y familiares, y le recomendaban a otros residentes afligidos que ellos consideraban debían conversar con ella. “Una vez que empezamos, me abrieron con rapidez sus puertas”, recordó. “Mi experiencia como trabajadora social durante casi 30 años se ocupó del resto”.
El trabajo de Villeneuve en Chapais presentó muchas similitudes con el modelo de Lindemann de salud mental para la comunidad, una importante pieza faltante para la mayoría de los residentes del pueblo allá por 1980. “Mi tutor en McGill me remarcó que no debíamos estar allí solo para realizar una investigación, sino para ayudar a las personas como parte de la investigación”, dijo Villeneuve. “Tenía que tratarse de dar y recibir. La gente me hablaba pero también aprendería algo útil sobre ellos mismos”. Con frecuencia eso se trataba de ayudar a la gente a liberar el dolor que habían intentado enterrar durante años anteriores; su vasta experiencia en trabajo social la convirtió en una capacitada interlocutora sobre la muerte y el morir. Las entrevistas podían extenderse por horas. Villeneuve finalmente conversó con 75 personas sobre sus experiencias con el incendio.
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EDIFICIO PROBLEMÁTICO: Arriba, un plano de Opemiska Club que apareció en una publicación de 1980 de Fire Journal que muestra la ubicación del arco de ramas secas de abeto, el origen del fuego, y el área donde se dio muerte a la mayoría de las víctimas. Abajo, espectadores se reunían para observar el lugar mientras se lo limpiaba en los días posteriores al incendio. En 1990 se irguió un memorial en nombre de las víctimas en el lugar. NFPA, GETTY IMAGES |
Además de la catarsis, las entrevistas también dejaron ver el tremendo daño que se había producido. Al no poder fusionarse en la idea de considerar a Cantin como el único villano, la gente buscó otros chivos expiatorios: el director del funeral, los funcionarios municipales, sus compañeros en la fiesta de la noche del incendio. Sucedieron las demandas. El entramado social se desgastó. Se disolvieron amistades, la gente se mudó. Aumentó el uso de alcohol y drogas, al igual que las enfermedades como el cáncer y enfermedades cardíacas. Disminuyó el compromiso social – el Lions Club, alguna vez centro social del pueblo, se redujo a una pequeña cantidad de miembros – al igual que el apoyo a los deportes locales y ligas atléticas. Villeneuve escribe sobre un “período de depresión colectiva”, de tres a cinco años posteriores al evento, después del cual la vida en Chapais “retomó su curso”, aunque solo en apariencia.
El trastorno por estrés post traumático (TEPT), la depresión, y otras afecciones que afectaron a los habitantes de Chapais después del incendio habrían ciertamente estado presentes de alguna forma incluso con la más sólida respuesta psicosocial, dijo Villeneuve. Pero ante la ausencia de tal respuesta, su intensidad, duración e impacto general fueron ampliamente mayores. Ella cita otro incidente en Quebec, el desastre de Lac-Megantic de 2013, en el que un tren de carga que transportaba crudo descarriló en el centro de un pequeño pueblo, generando una serie de masivas explosiones e incendios que dio muerte a 47 personas y destruyó extensas áreas del centro del pueblo. Los sobrevivientes de Lac-Megantic recibieron un apoyo psicosocial mucho mayor que aquellos en Chapais, dijo Villeneuve, y los resultados para los individuos que luchaban contra un TEPT y otros problemas psicológicos fueron por ende más prometedores.
Cuando Villeneuve completó su trabajo en campo en el 2005, organizó una presentación pública de sus hallazgos en Chapais. Decenas de personas se reunieron en un salón comunitario para escuchar su charla. Se ofrecieron empanadas de carne y gaseosas, y la gente le formulaba preguntas sobre su investigación. Conversaron sobre el incendio, con ella y entre ellos. “Creo que fue un lindo día para Chapais”, dijo. Recibió su doctorado en trabajo social en el 2007.
Ahora con 68 años de edad y semi retirada, Villeneuve comenzó recientemente a adaptar su tesis de 500 páginas en un libro con la mitad de ese tamaño, dirigido a una más amplia audiencia. Si bien todavía existe un marco académico en el relato de Villeneuve, los lectores del mundo de la seguridad humana y contra incendios pueden encontrar mucha información para admirar y de la cual aprender: su empatía, profunda comprensión del tema, y abundante uso de fragmentos de entrevistas ofrecen una peculiar mirada sobre el evento traumático y su impacto sobre una comunidad vulnerable. Por ahora, el libro será únicamente publicado en francés, aunque la editorial del libro, JFD Editions en Montreal, no descarta la posibilidad de una versión en inglés en un futuro. Espero que eso ocurra – Las verdaderas caras de la tragedia de Chapais es una historia que merece tener el mayor alcance posible.
En algún momento durante esta primavera, Villeneuve regresará a Chapais para promocionar el libro y ayudar al pueblo a conmemorar, aunque algo atrasado, el cuadragésimo aniversario del incendio. Habrá comida y música, dijo. Chapais está casi curado, dijo, pero el evento servirá como recordatorio del valor de la auto preservación. “Cuando ocurren este tipo de cosas en personas de otras comunidades, la gente de Chapais responde de forma muy generosa”, dijo Villeneuve. “Pero también necesitan recordar lo vulnerables que pueden ser si les ocurre a ellos”.
Epílogo: El problema de Cantin
Oye Cantin, vuelve a intentarlo.
En el instante en que Florent Cantin prendió su encendedor, se convirtió en una persona mucho más enigmática. ¿Qué era exactamente? ¿Un delincuente? ¿Una víctima de una circunstancia? ¿Un poco cabeza hueca como para cometer un terrible error? Podía ser todo eso, o nada de eso, o algo totalmente diferente. Uno de los aspectos más problemáticos del incendio de Chapais es que la figura en el centro del problema puede ser tan confusa y poco definida.
En mayo de 1981, Cantin fue declarado culpable de homicidio culposo y fue sentenciado a ocho años de prisión. Su abogado argumentó que una sentencia de prisión de tal duración podría transformar al influenciable joven en un insensibilizado delincuente. Cantin representaba una imagen juvenil común que atraía a legiones de seguidores y 4,500 de ellos de toda la provincia, con apoyo por parte de las iglesias y el franco clero, firmaron una petición solicitando la reducción de su sentencia. En diciembre ese año, el período de encarcelamiento de Cantin se redujo a dos años menos un día – una maniobra que solo profundizó la grieta entre aquellos que proponían una indulgencia y aquellos que querían su cabeza. Una vez liberado, Cantin abandonó Quebec para siempre. Aún vive en Canadá. Es supuestamente un aficionado a la música.
Su familia se había ido de Chapais poco tiempo después del incendio, cuando el sentimiento local contra Cantin estaba en su máximo esplendor. Un hermano se quedó, y todavía vive allí. La rápida partida resultó difícil para la familia, dijo Villeneuve. La madre de Cantin participaba del coro local, y el éxodo de la familia fue considerado ampliamente como una pérdida para la comunidad.
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REMEMORACIÓN.Una fotografía tomada a fines de 1970 que muestra el interior de Opemiska Club. La entrada en el centro de la imagen había sido decorada con ramas secas de abeto que Florent Cantin prendió con su encendedor en las primeras horas del 1 de enero de 1980. |
En el 2005, Cantin respondió a una entrevista en la revista La Semaine para conmemorar el vigésimo quinto aniversario del incendio. Se le preguntó qué pensaba sobre el perdón. “El perdón para mí, es un acto de fe, una liberación”, dijo. “La gente que me ha perdonado posiblemente lo haya hecho para aliviar su propio sufrimiento. En lo que a mí respecta, no hay peor juicio que el mío propio; soy muy autoexigente. Intento vivir el día a día, repitiéndome que fue un accidente y que le podría haber pasado a cualquiera”.
Villeneuve no sintió nunca demasiada compasión por Cantin. Ella podía ver que él estaba lleno de problemas, aunque nunca pudo definir sobre qué tipo de problemas exactamente. Tal vez tenía problemas en el hogar. Lo habían expulsado de la escuela de Chapais a los 14 años, una violación a las normas provinciales que requiere que los niños permanezcan dentro del sistema hasta cumplir los 16 años de edad, y ella consideró que ésta había sido una seria falla en cuanto a la responsabilidad de la comunidad sobre Cantin. “¿Qué hizo durante esos años en los que no fue al colegio?” ella se preguntaba. “Eso estaba mal”. Incluso así, en las secuelas del incendio, ella tuvo poca paciencia con su ambigüedad y reticencia a declarar su responsabilidad. “Era siempre, ‘No fue mi culpa’ – no podía oír eso”, dijo. “De cualquier modo, yo quería obtener el punto de vista de las víctimas. Esa era la historia importante”.
Ella nunca conversó con Cantin sobre esa noche de vísperas de Año Nuevo en Opemiska Club. “No me interesaba”, dijo simplemente. “Lo vi en televisión y leí lo que dijo. Eso fuesuficiente”.
SCOTT SUTHERLAND es editor ejecutivo en NFPA Journal.